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Tan Lejos de Ti

StoryAntonio Muñoz MolinaComment

Tú  eras entonces tan pequeño que no habías comprendido lo lejos que yo estaba de ti aunque te lo hubiera señalado en un mapa. Eras tan pequeño que me mandabas postales en las que intentabas escribir tu nombre con unas pocas letras muy separadas entre sí, acompañadas por dibujos elementales de la casa donde vivías y de una figura pequeña y redonda que eras tú tomando la mano de otra más grande que debía de ser yo,  porque le dibujabas sobre la cabeza una nube como las de los tebeos dentro de la cual habías escrito, apretando mucho la punta del lápiz, cuatro letras torpes que me emocionaban: Papa. Yo tenía miedo de que no te acordaras de mí cuando volviera a verte. Te llamaba por teléfono y siempre me preguntabas dónde estás, y yo te contestaba, en América, y tú preguntabas con tu vocecilla ronca dónde está América, y yo no sabía qué decirte. ¿Cómo ibas a entender tú lo que es un océano, ni a imaginar el tamaño de un continente? Calculaba la hora que sería en España y procuraba llamarte antes de que te fueras a dormir. Me imaginaba tu dormitorio con la lámpara de Mickey sobre la mesa de noche y tus mejilla coloradas por el calor del pijama y de la calefacción. Tenía tantas ganas de sentarme en el filo de la cama y contarte un cuento y ver cómo te ibas quedando durmiendo que me pareció mentira estar tan lejos, en una habitación que tú no verías nunca, con un teléfono en la mano. 

Te decía el nombre de la ciudad donde estaba pero tú no sabías repetirlo: Charlottesville, tan largo, con tantas consonantes. Lo intentabas y te daba la risa. Charlottesville, en el estado de Virginia, en América. Yo te contaba que era una ciudad pequeña rodeada de bosques en la que las casas estaban muy separadas entre sí y todo el mundo iba siempre en coche. Para ir al trabajo, para comprar el periódico, para traer de la tienda una barra de pan o un yogur. Prácticamente la única persona que no tenía coche en aquella ciudad era yo. Por suerte la casa en la que vivía estaba cerca de un supermercado y también de la universidad en la que trabajaba. Como no había gente que caminara tampoco había aceras. Yo volvía de la tienda por la orilla de la carretera  con mis bolsas de papel cargadas de comida y los conductores que pasaban se quedaban mirándome. Los coches de la policía, te contaba por teléfono, eran como los de las películas: pintados de blanco y azul, muy grandes, con luces giratorias sobre el techo. Lo que no te contaba era que muchas veces, cuando yo iba paseando por el filo de la carretera, el coche de la policía bajaba la velocidad al llegar a mi altura, y los guardias se me quedaban mirando, con cara de desconfianza. ¿Quién sería aquel hombre tan raro con pinta de extranjero que caminaba junto a la carretera, en vez de ir en coche, como todo el mundo? Una vez, cuando el coche patrulla se detuvo a mi lado, el policía bajo la ventanilla y me preguntó si me pasaba algo, si había tenido un accidente. ¿Qué cara habría puesto si le hubiera dicho que ni siquiera sabía conducir?

La gente resolvía sus trámites del banco y sacaba dinero de los cajeros automáticos sin bajarse del coche. Cuando yo tenía que sacar dinero, me ponía en cola, pero delante de mí había dos o tres coches, y detrás otros tantos. Hasta las personas muy mayores iban conduciendo. Veías un coche que iba muy despacio, y el conductor era un abuelo o una abuela que debían de tener casi noventa años, con la cara muy inclinada sobre el volante. ¿Qué otra cosa iban a hacer, si las casas en las que vivían estaban tan lejos de todo, en medio del bosque o en un cruce de carreteras, y no podían hacer ningún recado caminando?

Una vez hice un viaje a Washington con un amigo y te mandé una foto en la que estaba delante de la verja de la Casa blanca. Sabía que iba a gustarte porque tú conocías la Casa Blanca de verla muchas veces en Superman II. Te compré pterodáctilos, brontosaurios y tiranosauros de goma en el Museo de Historia Natural y la maqueta de un cohete lunar en el Museo del Espacio. Mi amigo volvía a España y me prometió que te entregaría mis regalos. El domingo por la tarde tomé un tren para volver a Charlottesville. Era invierno, y había anochecido muy pronto. Pensaba que tú ya te habrías acostado, porque al día siguiente tenías que madrugar para ir a la escuela. Estaba en el andén aburrido, esperando que llegara la hora de salir, cuando vi venir a una mujer que llevaba a un niño de la mano, muy abrigado, con guantes de lana, gorro y bufanda. El niño me recordó a ti: me hizo imaginarme  cómo serías tú cuando hubieras cumplido unos pocos años más. Cuando se quitó el gorro tenía el pelo castaño parecido al tuyo, la cara seria, los ojos grandes y las mejillas redondas coloradas de frío.

La madre subió con él al tren y lo llevó a su asiento, que estaba cerca del mío, al otro lado del pasillo. Me di cuenta de que el niño iba a viajar solo. La madre habló con el revisor y se quedó sentada junto al niño casi hasta que el tren empezó a moverse. Le pasaba la mano por el pelo, como para peinarlo, le subía el cuello del jersey, le indicaba en qué parte de la bolsa estaba la merienda, dónde llevaba los tebeos que le habría comprado para el viaje. 

Con la cara pegada al cristal el niño le decía adiós a la madre cuando el tren se puso en marcha. Yo me acordé de cuando me había despedido de ti. Solo unos meses atrás, y parecía que hubiera pasado tanto tiempo. El niño se puso a leer un tebeo, mordisqueando un plátano, y yo pensé que al cabo de muy poco tiempo tú también sabrías leer perfectamente y serías capaz de hacer algún viaje solo, cuidado por un revisor tan atento como el de aquel tren que iba a Charlottesville.

Yo miraba por la ventanilla bosques oscuros y ríos muy anchos sobre los que el tren pasaba atravesando grandes puentes de hierro. Se veían casas aisladas a lo lejos,  entre las manchas negras de los árboles, ventanas iluminadas detrás de las cuales habría gente cenando o padres o madres que les contarían cuentos a sus hijos antes de dormir. Era tan de noche que el viaje se me hizo muy largo, aunque no duraría más de tres horas.

Antes de llegar a Charlottesville el revisor le avisó al niño y le ayudó a ponerse el abrigo, el gorro y la mochila. Estaba empezando a nevar. Los copos blancos flotaban en torbellinos saliendo de la oscuridad y chocaban deshaciéndose contra la ventanilla del tren.

En la estación no había ninguna luz encendida. El andén sólo lo iluminaban la claridad de las ventanillas del tren y los faros  de unos pocos coches que habrían venido a recoger a algunos viajeros. Era la primera vez que yo llegaba a esa estación, porque el viaje de ida lo había hecho con un coche alquilado por mi amigo. El tren paró sólo unos instantes. Vi a un hombre grande, ancho con una gorra de béisbol, que iba hacia el niño  y lo levantaba del suelo dándole un abrazo. Tomados de la mano fueron hacia una furgoneta. El niño entonces se volvió hacia mí y me hizo adiós con la mano.

Pronto me di cuenta de que no quedaba nadie más que yo en la estación y de que no había ningún taxi. ¿Cómo iba a haberlos, en aquella ciudad en la que todo el mundo tenía coche? En la oscuridad y bajo la nieve me parecía encontrarme en una estación fantasma. No había casa cerca, sólo viejos edificios de ladrillos, puentes de hormigón y andamios metálicos como de instalaciones industriales abandonadas. Ni siquiera sabía a qué distancia estaba de mi casa ni hacia qué dirección tendría que caminar para encontrarla. El viento levantaba remolinos de nieve y los copos muy fríos me pinchaban en la cara.

Al fondo del camino asfaltado por el que se habían alejado los coches había una farola encendida. Pensé en ti, que estarías dormido en tu dormitorio caliente al otro lado del mundo, y me acordé de los cuentos que me pedías que te contara, cuentos de niños perdidos en un bosque que ven a lo lejos la luz de una casa. Que yo estaba haciendo tan lejos de ti, en esa estación perdida, en ese continente enorme y oscuro, extendido entre dos océanos, en una noche de tormenta de nieve. Cómo podría encontrar el camino hacia la casa en la que estaba mi apartamento alquilado, en la que había puesto nada más llegar la primera vez, sobre la mesa de noche, una foto tuya, y junto a ella un muñeco del Pato Lucas que tú me habías regalado muy serio cuando nos despedimos, para que tuviera algo de ti, un recuerdo valioso que sólo era tuyo y al que tú habías renunciado para que viajara conmigo.

Entonces escuché el ruido de un motor y vi unos faros que se acercaban por la carretera estrecha y recta. En ese mundo raro yo era la única persona que no iba sobre ruedas, la última. Los faros se acercaban despacio, ocupando cada vez más la anchura de la carretera. Yo me arrimé a la derecha, pero el bosque empezaba justo al lado del asfalto, sin una franja de arcén.

Al llegar a  mi altura el coche se detuvo. Reconocí enseguida la furgoneta roja del hombre grande que había ido a recoger a su hijo. Se bajó el cristal de la ventanilla y el hombre sacó la cabeza para hablarme. Con su acento sureño que preguntó que si necesitaba que me llevara a alguna parte. El niño abrió para mí la puerta lateral y se acercó más a su padre para dejarme sitio en el asiento delantero. Me pregunto muy educadamente: “¿Cómo está, señor?”.

- Yo le habría dicho que viniera con nosotros- me dijo el hombre, arrancando de nuevo, manejando en volante con sus manos enormes-. Pero ni siquiera le vi. Está muy oscuro en la estación y yo sólo pensaba en ver de nuevo a mi hijo. Fue él quien lo pensó: me dijo, papá, ese hombre que venía en el tren se ha quedado en la estación y nadie va a venir a buscarlo.

- Yo me había imaginado que habría taxis…

- Los había hace tiempo, cuando la estación era importante -dijo el hombre, sin apartar la mirada de la carretera. Conducía con la mano izquierda y con la derecha apretaba la mano de su hijo-. Pero ya sólo para este tren de viajeros, que sigue luego hasta Nueva Orleans. Ya ni siquiera hay una cantina. ¿Cómo es que no trajo su coche y lo dejó en la estación?

Le dije que no tenía coche y me miró con incredulidad, y hasta temí que pensara que estaba tomándole el pelo. Pero debió pensar que no tener coche era parte de mi rareza de europeo, como mi abrigo largo, mi pelo muy oscuro o mi acento. Me contó que trabajaba en una serrería. Era un hombre forzudo, colorado, de cuello grueso, con las manos enormes. Me dijo su nombre, Raymond Ray, y me preguntó el mío, y puso cara de orgullo cuando le dije que tenía un hijo muy guapo. ¿Tiene usted hijos?, me preguntó. Le dije que sí, que tenía uno, de cinco años recién cumplidos. La nieve venía en oleadas contra el limpiaparabrillas, tan espesa que no dejaba ver más allá de la luz inmediata de los faros. Ray me preguntó que dónde estaba mi hijo y cuando le conté que se había quedado con su madre en mi país movió la cabeza con el gesto de quien puede comprender la pena o la añoranza de otro. Pero en ese momento me gustaba ir con él y con su hijo dentro de la cabina grande de la furgoneta, mirando la nieve tras la ventanilla de mi lado y en el resplandor de los faros, sin saber dónde estaba, en qué dirección íbamos. El niño se había dormido apoyando la cabeza en el hombro ancho de su padre. En esa época cuando yo no había aprendido aún a conducir, me maravillaba que los conductores supieran encontrar siempre su camino, incluso de noche, en una tormenta de nieve.

Al llegar al punto de la carretera de donde partía el camino hacia mi casa le dije a Raymond que podía dejarme allí, que ya estaba muy cerca y no quería quitarle más tiempo. “De ninguna manera”, dijo: el chico y él me llevarían a la misma puerta de mi casa. ¿No había oído hablar de la hospitalidad de la gente de Virginia? Mi casa, lo que yo llamaba así, estaba en una fila de edificios bajos, de ladrillo oscuro, que empezaba y terminaba en medio de la nada, en la ladera de una colina, en un claro del bosque.

Raymond detuvo la furgoneta y el niño se despertó con una breve sacudida, y miro a su alrededor como si tardara en saber donde estaba. Los dos me estrecharon la mano, el padre y el hijo, Raymond con un apretón cordial, el niño con mucha formalidad, sonriendo, todavía adormecido, feliz de haberse despertado en el calor de la compañía de su padre.

- No tarde mucho en volver con su hijo -me dijo Raymond, sacando la cabeza por la ventanilla con el cristal bajado-. Y aprenda pronto a conducir…

Me quedé parado junto al edificio, bajo la nieve, mirando los pilotos traseros de la furgoneta de Raymond, el rojo intenso de las luces de freno cuando se detuvo al final del camino, en el cruce de la carretera. Pensé que cuando entrara en el apartamento encontraría tu foto y tu muñeco del Pato Lucas sobre mi mesa de noche, y me pareció que ya no estaba tan lejos de ti.

 Illustration by Carmen Higueras.